jueves, 31 de octubre de 2013

Dagón

 

Escribo sometido a un considerable estrés ya que esta noche acabaré con mi vida. Me lanzaré al sórdido pavimento desde la ventana de la buhardilla. No puedo soportar más esta tortura. No me queda ni un céntimo y se han acabado mis reservas de lo único que hace mi existencia tolerable, una droga. No crean por mi adicción a la morfina que soy un enclenque o un hedonista. Cuando hayan leído estas páginas garabateadas apresuradamente quizás puedan aventurar por qué necesito el olvido o la muerte, aunque nunca puedan comprenderlo del todo.


Navegaba por una de las rutas más despejadas y menos frecuentadas del vasto Pacífico cuando el paquebote en el que yo era sobrecargo fue capturado por unos piratas alemanes. La gran guerra acababa de empezar y las fuerzas oceánicas de los germanos aún no se habían rebajado a su posterior ignominia, así que trataron el barco como un trofeo y a los miembros de mi tripulación con toda la consideración y decencia que corresponde a unos prisioneros navales. Tan relajada era la disciplina de nuestros captores, de hecho, que cinco días después de nuestra aprehensión conseguí huir por mi cuenta en un pequeño bote con agua y provisiones suficientes para un largo viaje.

Tras mi huida me encontré a la deriva, con tan sólo una idea muy aproximada de mi localización. La navegación nunca fue mi fuerte y sólo era capaz de deducir vagamente por la posición del sol y las estrellas que me encontraba algo al sur del ecuador. Ignoraba totalmente la longitud y no había costa ni isla alguna a la vista. El cielo estaba despejado y durante incontables días floté sin rumbo bajo el sol abrasador, esperando encontrarme con algún navío de paso o que la corriente me llevase hasta la costa de alguna tierra habitable. Pero no apareció barco ni tierra alguna y en mi soledad empecé a perder toda esperanza en la ondeante inmensidad de interminable azul.


El cambio ocurrió mientras dormía. Nunca sabré qué ocurrió exactamente, ya que no llegué a despertarme, aunque mi reposo fue turbulento y plagado de sueños. Cuando por fin me desperté me encontré parcialmente hundido en un mugriento lodazal de un antinatural color negro. El terreno dibujaba monótonas ondulaciones y abarcaba tan lejos como yo alcanzaba a ver. A cierta distancia reconocí el bote, encallado en el fango.

Uno esperaría que mi primera sensación sería de asombro ante tan prodigioso e inesperado cambio de escenario. Sin embargo, me encontraba más aterrorizado que sorprendido. El aire y en el nauseabundo barro tenían algo siniestro que me espeluznaba por completo. La interminable llanura estaba infestada de restos semienterrados y putrefactos de peces y otras cosas que no supe identificar. No creo posible transmitir con simples palabras el indescriptible horror que puede morar en el silencio absoluto y la yerma inmensidad. No podía oír nada, ni había nada a la vista excepto la enorme extensión de lodo negro; no obstante, la absoluta quietud y la homogeneidad del paisaje me llenaban de un temor nauseabundo.


El sol resplandecía en medio de un cielo absolutamente despejado, que me parecía casi negro, como si reflejase la oscura ciénaga a mis pies. Mientras me arrastraba hasta la embarcación encallada me dí cuenta de que sólo había una explicación posible para mi situación. Algún tipo de movimiento volcánico debía haber proyectado a la superficie una porción del suelo oceánico, exponiendo un terreno que durante innumerables millones de años había permanecido oculto en las insondables profundidades marinas.

Tan vasta era la extensión de tierra expulsada hacia la superficie que, por más que me esforzase, no era posible escuchar ni el más mínimo rastro del oleaje.

Ni siquiera habían acudido aves marinas a devorar la carroña.


Durante varias horas me senté pensativo y melancólico en el bote que, inclinado sobre un lado, ofrecía un poco de sombra mientras el sol cruzaba los cielos. A medida que el día avanzaba se secó y pareció que en breve se endurecería lo bastante como para poder caminar sobre él. Esa noche apenas dormí. Al día siguiente preparé comida y agua para llevar provisiones cuando cruzase por tierra en busca del océano desaparecido y posible ayuda.

La mañana del tercer día la tierra se había secado lo bastante como para facilitar el viaje. El hedor del pescado era irritante, pero me preocupaban cosas demasiado importantes como para prestar atención a algo tan insignificante y partí audazmente en busca de una meta ignota. Durante todo el día fui hacia el oeste, guiado por una lejana colina que se elevaba por encima del resto de las ondulaciones del yermo. Esa noche acampé y al día siguiente proseguí mi camino hacia la colina, aunque a duras penas parecía más cerca que la primera vez que la vi. Al anochecer del cuarto día alcancé la base del montículo. Éste resulto ser mucho más grande de lo que parecía en la lejanía, rodeado por un valle que incrementaba su contraste con la mayoría de la superficie. Demasiado cansado como para emprender el ascenso, dormí a la sombra de la colina.


No sé por qué esa noche mi sueños fueron tan inquietantes, pero antes de que la gibosa luna menguante hubiese asomado más allá de la llanura oriental ya estaba despierto, empapado en sudor frío y resuelto a no dormir más. No podía volver a enfrentarme de nuevo a esas visiones. Bajo el resplandor lunar me dí cuenta de lo insensato que había sido al viajar de día. Oculto de la abrasadora mirada del sol mi viaje habría resultado menos costoso. Es más, me sentí en ese momento capaz de realizar la escalada que al ocaso parecía imposible. Recogí mis provisiones y comencé a ascender el promontorio.

He mencionado que la monotonía ininterrumpida de la ondulada llanura me inspiraba un impreciso temor. Sin embargo, creo que sentí un temor mucho mayor cuando alcancé la cima de la colina y contemplé bajo la otra ladera un inmensurable pozo o cañón, cuyos negros recovecos la luna, no habiendo trepado lo bastante en el cielo, no llegaba a iluminar. Me sentí como si estuviese en el mismo borde del mundo, atisbando un insondable caos de noche eterna. Por mis aterrorizados pensamientos cruzaron fragmentos del Paraíso perdido de Milton, y del terrible ascenso de Satán a través de los informes reinos de la oscuridad.

A medida que la luna escalaba más alto en el cielo empecé a distinguir que la inclinación del valle no era tan perpendicular como imaginaba. Cornisas y salientes de roca servían como peldaños para un descenso relativamente sencillo y, tras algo más de cien metros, el declive se volvía muy gradual. Arrendado por un impulso que no puedo analizar con certeza bajé apresuradamente por las rocas y paré en la suave pendiente al pié, perdiendo mi mirada en las profundidades estigias que la luz no había penetrado aún.

Inmediatamente algo captó mi atención, una enorme estructura solitaria, que se alzaba en la pendiente opuesta, resplandeciendo en la blanquecina luz con la que la recibía la luna ascendente. No tardé mucho en discernir que se trataba de un gigantesco bloque de piedra, pero era consciente de que su contorno y su posición no parecían ser de origen natural. Al observarlo más de cerca me invadieron sensaciones que no puedo expresar. Pese a su descomunal tamaño y su posición en un abismo que yacía en el fondo del océano desde que el mundo era joven, pude distinguir sin lugar a dudas que la extraña estructura era un monolito bien formado cuya masiva silueta había sido obra, y quizás centro de culto, de criaturas pensantes.


Aturdido y asustado, pero no sin cierta chispa de curiosidad científica o arqueológica, examiné más detenidamente los alrededores. La luna, casi en su cenit, iluminó con luz vibrante y extraña más allá de los encumbrados riscos que bordeaban el abismo y reveló que un extenso cuerpo acuático recorría el fondo en ambas direcciones, hasta donde mi vista alcanzaba, tan cerca que casi me mojaba los pies. Al otro lado del abismo, las pequeñas olas batían contra la base del titánico monolito, en cuya superficie ahora podía distinguir toscas tallas e inscripciones. Usaba un sistema jeroglífico que no supe reconocer y que nunca he visto en libros, consistente principalmente de motivos acuáticos convencionales, como peces, anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos, cetáceos y similares. Algunos símbolos representaban claramente seres marinos desconocidos para el mundo moderno pero cuyas formas en descomposición había visto en la llanura que antaño yacía en el fondo oceánico.

No obstante, fueron los grabados pictóricos los que me fascinaron.

Desde mi posición podía ver claramente, gracias a su enorme tamaño, un grupo de bajorrelieves cuyas figuras habrían sido la envidia de Gustave Doré. Creo que pretendían representar hombres, al menos algún tipo de hombre, pese a que mostraba a las criaturas entreteniéndose como peces en las aguas de una gruta submarina o rindiendo culto a una monolítica capilla que también parecía sumergida bajo el agua. Prefiero no hablar en detalle de sus rostros y formas, ya que su mero recuerdo me debilita. En términos generales eran terriblemente humanos, pese a sus manos y pies palmeados, labios sorprendentemente anchos y caídos, abultados ojos vidriosos y otros rasgos aún menos agradables de recordar, más grotescos que cualquier cosa que pudiesen imaginar Poe o Bulwer. Me llamó la atención que algunas de las figuras parecían talladas con proporciones incorrectas respecto a su entorno, ya que una de las criaturas representada en medio del acto de matar a una ballena era sólo ligeramente más pequeña que el cetáceo. Presté especial atención, como ya digo, a su repugnante aspecto y extraña escala, pero en aquel momento pensé que debía tratarse de la representación de los dioses imaginarios de alguna tribu primitiva de pescadores o marineros, cuyo último descendiente había fallecido eras antes de que el primer ancestro del hombre de Neandertal naciese.

Me quede pasmado tras vislumbrar inesperadamente un pasado más allá de la sospecha del antropólogo más osado, y estuve un buen rato meditando mientras la luna creaba extraños reflejos en el silencioso canal a mis pies. Entonces lo vi. La cosa emergió de las negras aguas, un ligero movimiento en el agua fue el único aviso de su ascenso a la superficie. Inmenso y deleznable como Polifemo, salió disparado como un colosal monstruo fruto de una pesadilla en dirección al monolito, al que abarcó con sus gigantescos brazos escamosos mientras hacía reverencias con su repugnante cabeza y emitía una serie de rítmicos ruidos. Creo que entonces fue cuando me abandonó la cordura.


Poco recuerdo de mi frenético ascenso por la pendiente y el risco o de mi viaje de vuelta al barco encallado. Creo que estuve un buen rato cantando, y empecé a reír cuando no pude cantar más. Sólo tengo un vago recuerdo de una gran tormenta algo después de que alcanzase el barco, o al menos sé que oí relámpagos y otros sonidos que la naturaleza sólo genera durante sus peores rabietas.

Cuando volví de entre las tinieblas estaba en un hospital en San Francisco, donde me había traído el capitán del navío americano que había recogido mi bote en medio del océano. Durante mi delirio dije muchas cosas, pero descubrí que no habían prestado apenas atención a mis palabras. Mis rescatadores no sabían nada de ningún levantamiento de tierra en el Pacífico, y yo no creí necesario insistir con algo que sabía que no iban a creer. Una vez busqué a un célebre etnólogo y lo entretuve con peculiares preguntas sobre la antigua leyenda filistea de Dagón, el Dios Pez, pero en cuanto me percaté de que mi interlocutor era irremediablemente convencional decidí dejar mis pesquisas.

Es a la noche, especialmente cuando la luna está gibosa y menguante, cuando lo veo. He probado la morfina, pero la droga sólo me ha servido como alivio temporal y me ha subyugado, convirtiéndome en su completo esclavo. Ahora, habiendo puesto por escrito toda la información para el despectivo disfrute de mis prójimos, estoy listo para acabar con todo. A menudo me pregunto a mí mismo si quizás no fue todo una ilusión, un espejismo febril de un enfermo de insolación y malnutrición tras huir de una fragata alemana. Pero cuando me lo pregunto a modo de respuesta me asalta de nuevo una visión terriblemente real. No puedo pensar en las profundidades marinas sin imaginarme las innombrables cosas que en este instante pueden estar en su lecho lodoso, arrastrándose y moviéndose torpemente, adorando sus antiguos ídolos de piedra y tallando sus detestables retratos en obeliscos sumergidos de granito. Sueño con un día en el que aparezcan entre las brumas para arrastrar con sus apestosas garras los restos de la insignificante humanidad, desgastada tras tanta guerra. Un día en el que la tierra se hundirá y el oscuro fondo oceánico ascenderá entre el caos universal reinante.

El fin está cerca. Oigo un ruido en la puerta, como si un cuerpo enorme y resbaladizo estuviese apoyando su peso contra ella. No me encontrará. ¡Dios, esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!




H.P. Lovecraft (1917)
Traducción de Alberto Bastida (Octubre de 2013)

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